viernes, 10 de enero de 2014

El valor del viaje. 12 Octubre.

     Una vez mas en presencia, abriéndome a los demás, me uno al viaje insólito de la naturaleza, olvidando situaciones previas o sin resolver para centrarme en el presente. Es uno de estos viajes organizados por una de tantas Asociaciones que aman el senderismo, la naturaleza y por precio seleccionan a los asistentes. No pueden ser estudiantes, en el paro o mantenidos, no se lo pueden permitir. Estoy rodeado de expectantes desconocidos para ver quien atraviesa primero la frontera de la timidez.

     Al subirme al autobús me aborda la sensación de una búsqueda de semejantes, de los que piensan, actúan o con los que tengo experiencias similares. Ahora no importa el físico, la edad, la procedencia, la condición social, la formación o cualquier otro criterio que se te ocurra. Solo los que compartimos circunstancias además de estar allí sentados. Me asalta la inquietud: ¿Elegimos nuestros compañeros de viaje al azahar o alguien misteriosamente los puso allí para nosotros?

     Poco me importa la respuesta, actuamos según nuestras tendencias o necesidades y así nos relacionamos. Nos agrupamos en sectas por afinidades que nos acompañan en nuestro viaje de descubrimiento. Mirando a mí alrededor, no veo menores de treinta y tantos. Sentados con la mirada en el infinito, demuestran la perdida de la adolescencia, de la necesidad de identificarse con el grupo y de intercambiar libremente información.

      Nos ponemos en marcha y a medida que el bus toma ruta y velocidad, aumenta el rumor interno, sube nuestro nivel de conversación. El murmullo generado por las transparencias de algunos, les hace confundirse con el grupo; a otros sus silencios les diferencia. Con esta visión, la metáfora de la hermandad entre los hombres, se torna inverosímil. Esta sensación, esta incredulidad, me resulta familiar. Conocido el trato entre hermanos de la misma familia. Tan allegados y tan desavenidos. Mis iguales, mis rivales, ante los limitados recursos (los materiales); mis iguales, mis semejantes, ante los ilimitados (los dones inmateriales).

    Tras 4 horas de traqueteos, me da igual el programa, el destino, el lugar y sus atracciones, su cultura, su historia y sus posibilidades. El líder dosifica la información; si excesiva nos atonta, si escasa nos hace dependientes. Cohesionarse junto a él es lo principal. Es una somnolienta comodidad del sentirse dirigido. La obediencia me hace estar dentro, una invitación a mimetizarme con la manada, a seguir la norma, a no pensar por cuenta propia. Con lo rebelde que he sido. Ahora llamar la atención es salirse del grupo, perderse, quedarse, perecer, no crecer, ganarse la indiferencia de los demás y tantas otras lindezas...

  “Hemos llegado a nuestro destino – que importa el nombre -,  aquí comienza la ruta”. Espeta el Monitor.

   Ahora toca moverse, con el compañero de viaje o buscarse uno nuevo. Lo importante es tener con quien hablar, para unos. Estar en soledad y mirar el paisaje, es para otros, los menos. Los primeros, ni saben dónde están, por dónde caminan, ni cuándo llegarán, ni a dónde van. Los segundos, buscan lo singular, el paisaje, la fotografía inédita, alguno orientarse en el mapa.  Solo cuenta la experiencia, la sensación. Rodeado del murmullo, del calor humano sin roces.  Con la confianza que los lugares visitados harán su milagroso efecto al caminar y volverá con un cambio de: Salud, Liberado emocionalmente, con pensamientos renovados, con la conciencia elevada. Vamos como en un viaje transcendental.

     La naturaleza es muy similar. En esta zona se ha vuelto caprichosa. Sus dedos han moldeado el terreno, el río ha creado cañones de hasta 200m de profundidad. Un jardín Zen de páramos, surcos profundos realizados por el arado del curso fluvial, en Uve, en Zig-Zag, tanto que ha cortado campos de labor, huertos y olivares. Los pueblos han seguido el devenir de las curvas de nivel y se han postrado, buscando recursos, hasta donde la tierra ha tenido a bien detenerse. Hoy cimas y farallones defienden los asentamientos. Ya no son las almenas y atalayas, murallas o fortificaciones. Sus piedras se han utilizado para construir las casas del lugar, los refugios para el ganado. Tierras arcillosas y ferrosas se alternan, junto a pinares, encinas y rastrojos.

     Nos paramos sin saber en un pueblo abandonado del siglo XVIII, con algún palacio noble rehabilitado. Un grupo numeroso de 50 almas que se mueve por inercia. Reconozco mi limitada capacidad, solo me llego a relacionar con 3 ó 4. Mi atención cabalga entre conversaciones. La mía, la de mi fortuito acompañante, la que tengo detrás, la que llevo delante, si nos paramos se juntan todas en una cacofonía. Así que dejo de escuchar y me limito a mirar, rostros, expresiones de las manos, gestos, movimientos de aquí para allá. Detenidos ha llegado la hora de comer, buscar asiento, compañías afines que aderecen el bocadillo montañero. El jaleo me abstrae del lugar, sus encantos, sus fantasmas, sus historias. Cuando  navegue por Internet, confortablemente en casa, veré lo que me he perdido; historias, lances, ruinas, heráldica y unos cuantos movimientos tectónicos entre medias.

     El grupo parado tiene otro movimiento. Como una ameba, se agrupan las gotas de agua por tensión superficial, por una mínima y finísima capa de cohesión,  por similitud o por proximidad. Intercambiando humores, forzando la intimidad, obligándonos a sentarnos juntos, esta es parte de la elección inconsciente: Estar al lado de desconocidos. ¡Que hemos pasado de los amigos, familiares y allegados! No nos sirven sus habituales compañías. Ahora estamos sin intención. Estamos en el nuevo sorteo de la baraja de compañeros. Solo el líder tiene un plan, como con nuestra vida, no sabemos dónde nos lleva y confiamos que tendrá un buen final.

     Tras comer y recuperar fuerzas, nos ponemos en movimiento. Atrás queda lo misterioso, lo curioso. Cada uno desarrolla su propio interés, por la soledad, por la compañía, por la cultura, por lo humano. Por conseguir una menta, por estar relajado. Ahora el camino se vuelve fácil y relajado. Los pasos se agrandan, rodamos pendiente abajo, sin darnos cuenta llegamos al próximo enclave humano. Cualquier excusa es buena para detenerse, una tienda, una ventana, un escaparate, un heraldo en la pared con una inscripción a descifrar…. Mientras sumido en estas visiones, algunos se adentran en un bar. ¿Calor, Sed, desgana, abatimiento? Que cada cual elija su motivación, las hay para todos los gustos; hasta nos proponen dejar de andar aquí: ¿Traemos el bus?

     “De eso nada, queremos terminar el viaje”, se vuelve un rumor que golpea en las callejas medievales, que rebota contra las piedras de las casonas, mezcladas con el moderno asfalto para los nuevos carruajes. Holgazaneamos como un enjambre de abejas en torno al panal, con ganas de marchar, sin parar de movernos, sin ir a ningún lugar. Cualquier pequeño comentario encuentra su eco y se vuelve clamor, en vista de lo cual, el líder decide continuar con el programa, reanudar la marcha y afrontar el retorno por el sendero previsto. Todos continuamos la marcha, algunos a regañadientes, otros saltando y cantando, los menos curiosos perdidos entre las esquinas se apresuran cerrando la marcha.

     Suavemente descendemos hacia el curso del noble rio Ebro que ahora remontamos. El tiempo es caprichoso a comienzos del otoño. Hoy nace soleado. Mañana nublado y lloviznoso. Un día el cielo, lienzo azulado, otro lienzo blanco y las tierras han perdido vida e intensidad. Pegados al lecho del rio, la vegetación nos abraza, los arboles de rivera nos sobrepasan formando palio a nuestro paso. Nos esconden de aves rapaces o carroñeras. El cauce unas veces rápido, otras  amanso, nos obliga a caminar de a uno. Nos empuja la maleza y la hojarasca. El guía tira del grupo; cualquier paso en falso y te aparta de la fila, te saca del camino. Solo alguna explicación nos detiene. Mas no se oye hacia el final y cada uno cuenta su historia.

     Los riscos nos atraen la mirada puesta en el camino. Plantados los pies y agarrados a los árboles, nos paramos a contemplar el mas allá. Que paisaje sorprendente tiene el rio que una y otra vez abandona en su fluir por el lugar. Sin una lágrima, sin un pesar el agua prosigue su curso y así le imitamos. Llegamos a una central eléctrica. No toma su energía del curso, sino que algún afluente aéreo ha sido encauzado hasta aquí. La tubería de 30 pulgadas y una pendiente del 60% son los testigos, puestos donde se abre el terreno, en el único lugar permitido para ello.

     Una pasarela de viguetas de  hormigón sobre peanas de viejo puente romano con una pasarela de cordón metálico a modo de guía, nos cruzan de rivera. La hilera humana serpentea y se detiene sobre el cauce. Hacemos de acordeón.  Aminora el paso para que cada singular mirada capture el detalle, la forma, el paisaje. Ojeada hacia el naciente, mirada hacia el poniente ¿Cuál es más particular? Desde la otra orilla nos piden parar. Una foto de grupo, algo que testimonie que hemos pasado por aquí. Nadie luego nos reconocerá, será el grupo que nombre el lugar. Cada uno venderemos nuestra historia, según su perspectiva: “Cuando lo vea se quedará con la boca abierta…”; “Mira con cuánta gente estuve…”;  “Qué bien lo pasamos…”;  hasta la agencia hace su publicidad: “creamos experiencias, que bien lo pasarás con nosotros…”

    Continuamos nuestra marcha, como enanitos por el bosque. Estamos en las estribaciones del otoño con sus primeras pinceladas de amarillo y ocre tiñiendo las hojas de los árboles de aquí para allí. Alguna rosácea se atreve con el bermellón ¡Que espectáculo! mientras otra parte de la foresta mantiene los verdes, los  esmeraldas, como maduros que no quieren perder la juventud.

    Poco a poco tengo compañeros a ambos lados. Se abre el camino. Estamos próximos al final. La marcha se ralentiza con la escasez de luz, como la jornada. Nos agrupamos. A la voz de: “Aquí se acaba la ruta”, se marca una nueva etapa, la búsqueda del descanso, del hogar, la terraza del bar. Algo tan familiar en cualquier excursión, viaje o salida fuera del hogar. Me recuerda que aparte de marchadores, somos sedentarios, contadores de historias, que necesitamos un calor donde juntarnos y repartir la caza, compartir los alimentos y sentirnos iguales.

    Con nuestro ruido, invadimos cualquier lugar, por refugiado o protegidos que esté. Lo recóndito y apacible, ahora es bullicioso y animado, como cualquier ciudad. Movemos sillas y mesas. Sacamos a los demás de sus pensamientos, de su lectura y nos prestan atención. Somos los forasteros, la novedad. ¿Qué les traeremos?

    Al camarero le brillan los ojos, nuevos clientes han llegado. Las candilejas siguen bailando en sus faroles, sus luces se nos antojan antorchas ante nuestras dilatadas pupilas. Venimos de la incipiente oscuridad para llegar a una pintoresca civilización. La caída de la tarde enciende las luces del pueblo y nadie se quiere mover. Nos acompañan las sombras que arropan a los presentes y nos transforman en aves nocturnas. Cambia nuestra mirada, la luz se tiñe anaranjada por las velas, se encienden nuestras mejillas. Nos seduce el lugar, estamos pletóricos.

    Una vez sumergido en el grupo y en el medio, he perdido la identidad. Soy uno mas mientras dure este viaje. Las enseñanzas a posteriori, los resultados del experimento los viviré en otro lugar, en otras ocasiones; los nuevos y los viejos contactos darán sus frutos, como con los árboles, cuando toque.

    ¡Hasta otra amigo soñador!

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